Abraham no dudó de las promesas de Dios, y cuando tenía cien años de edad, Sarai le dio un hijo. Años después Dios volvió a probar su fe pidiéndole ese hijo sobre el que descansaban todas las promesas con respecto a su descendencia. Abraham obedeció y, dejando a sus siervos, antes de subir al monte del sacrificio, les dijo: “Esperad aquí… yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos”. En esta situación de renuncia completa, de confianza ilimitada en su Dios, Abraham y su hijo adoraron. Jacob llegaba al final de su vida… ¡Cuántos pasos en falso habían jalonado su camino, pero también cuántas bondades de parte de Dios! En presencia del faraón hizo un balance muy negativo, y constató: “Pocos y malos han sido los días de los años de mi vida” (Génesis 47:9). Sin embargo, un día dijo a Dios: “Menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo” (Génesis 32:10). Luego, después de haber pedido la bendición de Dios sobre sus nietos, adoró a Dios “apoyado sobre el extremo de su bordón” (Hebreos 11:21). Es un hermoso fin, como una noche serena después de un día de tormenta. En el culto del domingo, ¿qué hay más elevado que recordar el sacrificio de Cristo ofreciéndose a Dios en la cruz? Adoramos contemplando el amor del Padre y del Hijo cumpliendo la obra que nos salva. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4:23).