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jueves, 13 de enero de 2011

No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte. Eclesiastés 8:8.

“Perecerá el hombre,
¿y dónde estará él?”
(Job 14:10)


 La muerte llamó a su puerta. Él no la esperaba. Había vivido sin pensar en ella. Tenía mucho humor y bromeaba acerca de Dios y de los creyentes. Sus amigos quedaron turbados por su partida y los medios de comunicación no dejaron de recordar sus ocurrencias durante varios días. En la parroquia de su pueblo los curas hicieron el elogio de aquel que, sin embargo, tan poco los apreciaba. Y mientras se salmodiaban cantos religiosos cerca de su féretro cubierto de flores y coronas, ¿dónde estaba su alma? En este caso particular no podemos contestar esta pregunta, pues desconocemos si aceptó al Señor Jesús como su Salvador antes de morir. Por medio de la Palabra de Dios sabemos que “el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:36). Hoy mismo que cada uno se pregunte acerca de su propio estado, recordando que Jesús, “el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (Mateo 9:6). Después de la muerte no es posible ningún cambio de estado. “Una gran sima está puesta” entre el lugar de los bienaventurados y el lugar de desdicha de los incrédulos; y no se puede pasar de un lugar al otro (Lucas 16:26). “En el lugar que el árbol cayere, allí quedará” (Eclesiastés 11:3). Ahora es el día de salvación.