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viernes, 21 de enero de 2011

El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí. Gálatas 2:20.

Reciprocidad
 Hace unos cuantos años los economistas pensaban que el incremento de la productividad permitiría una mejora del nivel de vida tal, que los hombres serían más felices y fraternales.
       En efecto, una mejora real y significativa tuvo lugar, pero engendró insatisfacción a causa de la mala repartición de las riquezas producidas. Además, se le agregó una mala distribución del trabajo, es decir, el desempleo. La Biblia muestra que la felicidad del hombre resulta de las buenas relaciones con Dios y con sus semejantes. Esto es lo que da el verdadero sentido a la vida, y no la posesión ni el disfrute de riquezas materiales. Por medio del nuevo nacimiento el cristiano entra en otra esfera, la del amor de Dios, revelado por el don más extraordinario que se puede concebir: su propio Hijo. Frente a tal don, el creyente comprende que deja de ser dueño de sí mismo; desde entonces su gozo consiste en consagrarse a Dios, tratando de agradarle. Entonces se establece una feliz relación con Dios, quien pasa a ser conocido no como aquel que exige, sino como aquel que da. Entonces el hombre se pone a su servicio, porque el amor aguarda una reciprocidad. Nuestra respuesta al amor de Jesús siempre será muy inferior a su amor, con el cual nos amó a usted y a mí. “Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15:12).