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miércoles, 6 de octubre de 2010

Todo aquel que hace pecado,esclavo es del pecado.Juan 8:34.

Al final de la calle donde vivo se erigen los siniestros muros de una de las prisiones más grandes de Alsacia (Francia). Como un desafío irónico, justo al lado se halla la plaza de la Libertad. Me pregunto: las personas que allí se sientan a disfrutar de los primeros rayos del sol, ¿son necesariamente más libres que las que están a 100 metros, detrás de los muros? Desde el punto de vista cívico sí, pero interiormente, en sí mismas, ¿son verdaderamente libres?De hecho, ¿qué es la libertad? ¿Es hacer lo que a uno bien le parezca, tal vez sin infringir las leyes pero violando toda regla moral, sin tener en cuenta a los demás y viviendo tan sólo para sí mismo? Llevada al extremo, esta concepción de la vida sólo puede producir destrucción. La destrucción de hogares, de la sociedad. Ésta no es la verdadera libertad. Ella no puede ser independiente de una ley moral. En nuestra época, los hombres hablan fácilmente de liberarse de los tabúes pero en realidad son esclavos de sus propios impulsos, pues son incapaces de dominarlos (2 Pedro 2:19).La Biblia nos enseña que la libertad era el privilegio de Adán en el huerto de Edén. Dios lo creó libre. Él podía comer libremente de todos los árboles del huerto (Génesis 2:16). Su libertad se realizaba en la medida en que permaneciera en relación con su Creador, respetando la orden divina: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás” (Génesis 2:17).