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lunes, 5 de julio de 2010

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Salmo 22:1.

El Doloroso Desamparo
¿Quién puede describir los sufrimientos del Señor, cuando en su profundo abandono clamó a Dios y desahogó su alma frente a la muerte? Dios envió a su Hijo unigénito a la tierra. Mediante una vida enteramente sin pecado, este ser humano único glorificó a Dios en todo momento. Pero al llegar las tres horas de tinieblas en la cruz, Dios “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). Sólo Él, el único justo, podía ser hecho pecado por nosotros y llegar a ser nuestro sustituto. Él dio su vida en sacrificio para salvarnos, y aun cuando fue abandonado por Dios, Jesús le justificó con estas palabras: “Pero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel” (Salmo 22:3). ¡Cuán terrible fue el sufrimiento del Señor en esas horas! así lo testifican estas palabras: “No hay quien ayude” (v. 11). Ni la menor gota de misericordia se mezcló en la copa del justo juicio de Dios por el pecado. El Salvador, por ser Aquel que cargaba con el peso del pecado en aquellas horas, tuvo que llevar sobre sí estos sufrimientos. La santidad de Dios exigía el juicio de nuestros pecados. “Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Isaías 53:5). Por esta razón el perfecto y amado Salvador fue abandonado por Dios y entregado a muerte. ¿Puede permanecer frío nuestro corazón ante tan insondables sufrimientos? A Él debemos toda nuestra adoración.