Un deseo universal que supera todas las culturas y las épocas es el de tener una casa, un hogar. Normalmente la casa es un lugar de seguridad e intimidad. Es el lugar donde uno se siente amado y donde los miembros de la familia son bienvenidos. Cuando los que habitan una casa están en paz con Dios, la casa desempeña un gran papel. En ella Jesús es honrado y amado. Se le pueden presentar las angustias y dificultades en oración, y Él responde. Este deseo de un hogar refleja otro deseo: un lugar de descanso para nuestra alma. Nuestra mente, tan a menudo inquieta y agitada, aspira a una verdadera y perdurable tranquilidad. ¿Sabe usted que este lugar existe? Es la casa de Dios. Algunas horas antes de dejar a sus discípulos, Jesús les habló de la casa de su Padre, la presencia de Dios, presencia de amor y de plenitud de gozo. El camino para acceder a la casa de Dios es único: es Jesús mismo. Sólo por Él podemos conocer a Dios como nuestro Padre. Sin creer en el Señor Jesús no podemos entrar en la casa del Padre, porque con una conciencia cargada, no se puede acceder a la presencia de Dios. En contraste, el creyente puede vivir en la intimidad del Padre, gozar de su amor y de su paz hasta el día en que Jesús vuelva para tomarnos junto a Él en la casa de su Padre.