El pueblo de Israel atravesaba el largo y difícil desierto de Sinaí hacia la tierra prometida y Dios lo estaba conduciendo por medio de Moisés. Sin embargo, ¡cuántas quejas en el camino por falta de alimento, de agua y por tanto cansancio! Para reprenderlos, Dios envió en medio del pueblo serpientes venenosas; muchos fueron mordidos y murieron. Entonces Dios, en su gracia, dio un sorprendente remedio: ordenó a Moisés hacer una serpiente de bronce y levantarla sobre un asta. “Y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá” (Números 21:4-9). Para ser curado, era necesario creer la palabra de Moisés y mirar la serpiente de bronce. Jesús murió por nosotros en la cruz; es el remedio dado por Dios, el único eficaz y al alcance de cualquier “mordido” por el pecado. Una mirada de fe hacia Él otorga la vida eterna. Dios es santo: ningún mal puede permanecer en su presencia. También es amor: no abandonó al hombre a su desesperada suerte, sino que le dio un remedio, o mejor dicho, un Salvador, alguien que borra los pecados. Jesús es santo, puro y perfecto. Por eso pudo cargar con las faltas y recibir el castigo que merecían los pecados de todos los que creen en él. Dios hizo lo necesario; a mí me corresponde creer y mostrar la realidad de esa fe en mi vida.